Por Rafael Nieto Loaiza
Reconozco que mi posición es minoritaria, al menos entre los analistas, académicos y opinadores. Anhelo la paz con todo mi corazón, como queremos sin excepción los colombianos de bien. Pero a estas alturas, tras tres décadas y media de diálogo con los grupos armados ilegales, no estoy de acuerdo con las negociaciones con los violentos y estoy convencido de que no conducen a la paz. En una sociedad democrática y civilizada, lo que corresponde, lo que se debe hacer, lo justo, es aplicar el estado de derecho y el imperio de la ley a quienes la violan.
En Colombia se ha venido haciendo lo contrario: renunciar al estado de derecho, claudicar en la aplicación del imperio de la ley, arrodillarse frente a los violentos, garantizar la impunidad de los crímenes cometidos. Peor, se decidió romper el principio de igualdad frente a la ley, pilar fundamental de la democracia, no solo para dejar de sancionar de manera efectiva el delito cometido sino para tratar mejor al criminal que al inocente. Los violentos no solo tienen impunidad sino que acceden a beneficios económicos y políticos, salarios y curules regaladas y un largo etcétera, que el ciudadano de bien jamás tendrá.
En resumen, en nuestro país el crimen paga. En especial para aquellos que hacen parte de organizaciones delincuenciales, para los que matan mucho. Un marido celoso que comete un crimen pasional probablemente será capturado, juzgado, sentenciado y vaya a prisión. Un terrorista, que actúa a sangre fría y asesina a civiles inermes, tiene garantizada su impunidad. Los peores a ojos de la comunidad internacional, los criminales de guerra y de lesa humanidad, son premiados.
Dos argumentos se esgrimen contra mi posición. Uno, que la negociación tiene precisamente por fin que cese la violencia. Es pensar con el deseo y es contra fáctico. Los hechos muestran que las negociaciones no han traído el fin del conflicto ni el cese de la violencia. Ninguna de las desmovilizaciones y pactos firmados con los violentos trajo “la paz”. Hoy el conflicto armado sigue vivo. Lo dicen los hechos, los enfrentamientos permanentes de la Fuerza Pública y los grupos ilegales y los choques entre bandidos (el más reciente con saldo de 23 muertos en Putumayo). Y lo dice también el Comité Internacional de la Cruz Roja, a quien no puede acusarse de sesgo ideológico o partidista. Tampoco, por cierto, han disminuido los homicidios. El año pasado hubo más asesinatos que en el 2016, cuando pactaron Santos y las Farc. Desde entonces la tasa de homicidios sube en lugar de bajar. Desde 1991, cuando llegó a 84,2 homicidios por cien mil habitantes, descendía de manera constante hasta 2016, cuando fue de 24,4. La del 2021 fue de 26,8.
También se sostiene que el diálogo es el único camino para poner fin al conflicto porque el uso legítimo de la fuerza no lo consiguió. En el extremo de esta posición, se sostiene que los conflictos armados siempre se solucionan a través de negociaciones. Es falso. El grueso de las guerras internacionales se ha terminado con la victoria de una de las partes. Y también son muchos los conflictos armados internos que se han saldado con el triunfo de una de las partes, desde la Guerra de Secesión en los Estados Unidos hasta la derrota de Sendero Luminoso en Perú. De hecho, en Colombia se derrotó estratégicamente a las Farc.
Pero además el argumento es anti ético: primero, que se sigan produciendo asesinatos no significa que se deba renunciar a perseguir y condenar a los asesinos ni, mucho menos, que haya que premiarlos. Una conducta mala repetida muchas veces no pierde su carácter perverso ni debe renunciarse a su castigo. Segundo, los ciudadanos de bien no deben arrodillarse ante los asesinos para rogarles que dejen de matar. Lo que debe hacerse es fortalecer a la Fuerza Pública para someterlos, para que no puedan seguir asesinando. La impunidad, por el contrario, no es solo anti pedagógica sino que estimula nuevas violencias.
Esa realidad, la de que los diálogos con los violentos son una claudicación democrática y ética, no quiere ser discutida hoy en Colombia. Ni tampoco el hecho innegable de que se negocia con los asesinos por la cruda y cruel razón de que tienen el poder de matar. La extorsión, la amenaza de nuevos homicidios, late bajo la superficie de esos diálogos. Además los asesinos no son representativos de la sociedad colombiana y no tienen su apoyo. Prueba de ello es la escasísima votación obtenida por las Farc en las elecciones, apenas 51 mil votos. Su única fuerza es la de los fusiles, la de la muerte.
Para rematar, los diálogos y las negociaciones solo han traído un reciclaje de los grupos armados ilegales y de los liderazgos dentro de esos grupos. Si algún grupo se desmoviliza, es reemplazado por otro. Y desde las negociaciones con la Corriente de Renovación Socialista, todas las desmovilizaciones han sido parciales. Siempre se han quedado por fuera una parte de los grupos violentos.
Finalmente, el reciclaje de la violencia tiene una explicación: hoy todos los grupos violentos, sin excepción, son mafiosos. Están ligados al narcotráfico. La única manera de poner fin al conflicto y a la violencia no es la de los diálogos claudicantes sino el de la derrota del narcotráfico. Es devastador que esa lucha, vital, tampoco quiera darse.