Por Rafael Nieto Loaiza.
Columnista de Opinión.
Decía Antonio Caballero que los columnistas nos repetimos, escribimos una y otra vez la misma columna apenas con pequeñas variaciones entre una y otra. Empiezo a creer que tenía razón. Llevo varios años y muchos artículos insistiendo que si no resolvemos el desafío del narcotráfico el conflicto armado no tendrá fin y no cesará la violencia.
Hoy, todos los grupos armados son mafiosos y compiten violentamente por el control de los narcocultivos, los laboratorios, las rutas y los mercados internos. La expansión creciente de esos mercados explican en buena parte la violencia urbana. Los grupos de jíbaros se disputan el cada día mayor número de consumidores. Los estudios de consumo de sustancias psicoactivas, que por cierto urgen actualizarse, muestran una tendencia a la disminución del consumo de sustancias legales como el tabaco y un aumento del uso de sustancias ilegales como la marihuana y la cocaína. Para rematar, los jóvenes se inicia cada vez más tempranamente en las drogas, tienen una percepción de que el riesgo es bajo, hay una tendencia creciente al policonsumo y dicen que es fácil acceder a las sustancias ilícitas. En Bogotá, entre 2016 y 2002, hubo un aumento general del uso de cocaína del 40%, creció el 447% entre las mujeres y entre los jóvenes de 12 y 24 años es dos y media veces mayor. El mercado interno del futuro parece asegurado y, sin duda, es creciente.
Por eso habría que ser especialmente cuidadoso con los mensajes que dan las instituciones. En nada ayudan las reiteradas propuestas desde el Congreso de legalizar el consumo “recreativo” de marihuana, desoyendo, entre otras, las experiencias de Holanda, el primer país que lo autorizó y que, por las negativas consecuencias en orden público y seguridad, viene de regreso, y las advertencias cada día mayores de médicos alrededor del mundo sobre los efectos neurosicológicos del consumo, incluyendo el disparo de sicosis y esquizofrenia. Por supuesto, también hacen daño los discursos gubernamentales de legalización de la cocaína. Después de que la propusiera el director de la DIAN, se han repetido mensajes en esa dirección desde la bancada de la izquierda en el Congreso y desde el Ejecutivo. Hace apenas cinco días, el presidente Gustavo Petro volvió a insistir en “la pertinencia de la discusión sobre la legalización del consumo”.
Los jóvenes entienden que si se va a legalizar esas sustancias es porque son inocuas, mensaje que se refuerza por la ausencia absoluta de campañas de prevención en el consumo. Simplemente dejaron de existir. Un paradoja, por cierto, cuando desde el sistema de salud pública se impulsan campañas para disminuir el consumo de azúcares y alimentos ultraprocesados e incluso desde el Ministerio de Hacienda, aunque por razones más prosaicas, el puro afán de meterle la mano al bolsillo a los ciudadanos para sacarles sus recursos, se impulsó que se gravaran con mayores impuestos. Ahora en Colombia es peor el consumo de chocolatinas que de cocaína. Por cierto, habría que reconocer que el gobierno ha sido coherente. Ya Petro, en 2019, preguntaba en su cuenta de Twitter: «¿Sabían ustedes que el azúcar es una droga mucho más dañina que la marihuana o la cocaína? Tenemos 250.000 hectáreas sembradas para producir una de las peores drogas de la historia de la humanidad: el azúcar”. Para tranquilidad del ahora jefe de Estado y angustia de los demás, la coca ha ido cerrando la brecha y para fines del año pasado ya teníamos 230.000 hectáreas sembrada de coca y una producción de 1.738 toneladas de cocaína. En fin, no puede decirse que no estábamos advertidos.
Lo que olvida Petro es que las industrias del azúcar y de alimentos pagan impuestos y generan empleo y, sobre todo, no asesinan a nadie. En cambio, los criminales dedicados al narco no solo no cesan de matar sino que cada día matan más. 2022 fue el segundo año con más homicidios desde el pacto con las Farc. El secuestro subió un 27%. Este año es peor: los homicidios, aún después del cambio en la metodología de clasificación del Ministerio de Defensa, han aumentado un 5,4%, los asesinatos defensores humanos han crecido un 12,5% y los de líderes políticos un 92%. Hay 70% más secuestros.
Mientras, los militares y policías perdieron sus liderazgos en purgas gubernamentales que no cesan, tienen recortes en su prepuesto y no pueden pagar ni el internet para sus aparatos de inteligencia y contrainteligencia, les prohibieron usar su capacidad aérea contra los grupos criminales, son atacados constantemente desde la misma Presidencia, que ahora los acusa de pactos con los bandidos, tienen la moral en el piso y no pueden cumplir con sus funciones constitucionales de proteger a los ciudadanos porque desde Casa de Nariño se les ha paralizado.
En cambio, los violentos están empoderados, crecidos y cada día más ricos, y por cuenta de los ceses del fuego tienen la certeza de que no serán atacados por las Fuerzas Armadas mientras que ellos pueden seguir delinquiendo. Por eso no debe sorprender que Antonio García, cabecilla del Eln, después del secuestro del papá de Lucho Díaz, haya advertido que “no existe ningún acuerdo sobre las ‘retenciones’ [y que] el Eln no aceptará imposiciones ni chantajes. que no se haga ilusiones”. Tiene razón, hacerse ilusiones con este Gobierno claudicante y cómplice de los criminales, como creer que se aplicarán la Constitución y las leyes, sería delirante, un acto demencial.